UN PATIPERRO EN NYC
Con gastos pagados

Después del incidente con Nuria en la Quinta Región, me dediqué a buscar trabajo en Santiago. Fue en vano. A pesar de que se supone que los periodistas nos conocemos todos y que, por lo tanto, los pitutos debieran abundar, no encontré nada de nada. Mi infructuosa búsqueda llegó a oídos de mi abuela, una mujer súper especial que parece sacada de una película de época. Yo la suelo ver muy poco, ya que -además de ser yo uno, entre decenas de nietos-, su mayor ocupación es viajar por el mundo con sus amigas. Como ustedes deducirán, las dos principales características de mi abuela son ser viuda y millonaria. El punto es que me invitó a viajar con ella para subirme la moral. El destino de esta ocasión sería New York City. No sería precisamente un viaje de placer para mí, me advirtió; mi tarea consistiría en acompañarla, cuidarla y ayudarla a cargar con las compras. De todos modos, no lo pensé ni siquiera un minuto. Había que ser muy bicho raro como para rechazar una oferta así.

A partir de ahí, hice cosas que nunca hubiera imaginado. Para empezar, volamos en primera (¡qué manera servir comida!) y sin escalas. Luego, nos alojamos en un prestigioso hotel, cuyo nombre me llega a dar vergüenza confesar -teniendo en cuenta que vivo en un país tercermundista-, pero que de seguro todos ustedes habrán oído nombrar. En total, estuvimos una semana en Nueva York. Los días transcurrían entre desayunos continentales, visitas a museos, taxis conducidos por los más insólitos inmigrantes, compras generosas y tempranos regresos al hotel para cenar. Quienes la conocen, estarán de acuerdo conmigo: Nueva York es una ciudad impresionante. Supongo que esta ciudad debe ser el destino soñado de cualquiera ... por lo menos se convirtió, inmediatamente, en el mío. Casi todo es digno de atención, pero lo más increíble son las personas que uno ve por la calle. No vi a mujeres voluptuosas en bikini andando en patines por la Quinta Avenida (en enero hay un frío que a veces resulta insoportable), pero sí vi gente de todas las razas y estilos posibles. Sin duda, la gente más cool del mundo -como dicen allá- se encuentra en Nueva York.

Lamentablemente, sólo tuve acceso durante el día a toda la maravilla que acabo de describir, ya que apenas se oscurecía (tipo 6 de la tarde), mi abuela me invitaba a retirarnos a la cómoda y calefaccionada habitación del hotel. A veces, en la noche, yo me quedaba horas pegado a la ventana, imaginando de qué me estaría perdiendo allá afuera. Pero no había caso, mi abuela no me dejaba salir.

-Ese fue el trato, Martín. Tú me acompañarías durante el día, y yo pagaría tus gastos. Además, quedamos en acostarnos temprano para poder despertar a primera hora -decía ella ante mis quejas. Traté de convencerla de que sólo daría una pequeña vuelta y que al otro día igual estaría en pie. También usé el argumento de que gracias al actual alcalde, la ciudad era todo menos peligrosa. Pero era imposible tratar de convencerla.

Así avanzaron los días. Recuerdo que la última noche mi abuela veía televisión, mientras yo intentaba leer un libro acerca de la revolución de las comunicaciones que me había comprado hace poco en Barnes & Noble. Se suponía que durante la siguiente mañana no haríamos nada, a excepción de terminar de empacar, ya que apenas después de almuerzo debíamos partir al aeropuerto La Guardia para embarcarnos rumbo a Santiago. Recuerdo que de repente se me acercó mi abuela y me dijo de la nada: -Martín, quiero hacerte un regalo por lo bien que te has portado estos días. Yo, distraído, le dije que para qué se molestaba, si ya me había comprado demasiadas cosas. De hecho, me daba un poco de vergüenza que, a mi edad, me hubiera consentido tanto.

-No es ninguna molestia -contestó ella. Mi regalo consiste simplemente en que esta noche puedas hacer lo que quieras. Te doy chipe libre hasta las 2. Yo, mientras tanto, voy a bajar al bar a tomarme un Martini con un señor belga que conocí en la mañana. ... ¡Vamos, Martín! ¿Qué estás esperando para salir? ¿No es eso lo que tanto querías? Claro que era lo que yo más quería, así que salté de la cama, me puse mi abrigo y mis zapatillas nuevas y salí casi corriendo de la habitación, antes de que ella se arrepintiera.

Decidí no tomar el metro. Seguramente me perdería. Así que comencé a caminar hacia el sur, es decir, hacia a las Twin Towers, que, dada su constante visibilidad, hacen las veces de la Cordillera para la ciudad de Santiago. Había caminado, casi sin darme cuenta, unos 30 minutos cuando se me ocurrió preguntarme a dónde quería ir. Decidí que al próximo lugar con ruido y gente que viera, entraría. Resultó ser una especie de discoteque. El portero -una de las personas más parecidas a un ropero que me ha tocado ver-, después de una serie de intentos, logró que yo entendiera que quería ver mi carné de identidad para corroborar mi edad y, tras eso, me dejó pasar a una caja en la cual me cobraron -creo- la entrada más cara de mi vida. Pero no me importó tanto, total al otro día ya estaría en Chile buscando nuevamente trabajo.

El local no era nada del otro mundo, aunque la música estaba buena (y fuerte). Me quedé un rato analizando a la gente que bebía o bailaba. Naturalmente, nadie se percataba de mi existencia. “Lo gringos sí que no están ni ahí con nada”, pensé. Una vez que había hecho un diagnóstico de la situación, me acerqué a la barra. Fue entonces cuando la vi. Era una barwoman preciosa, igualita a Penny Lane, la protagonista de la película Almost Famous, que habíamos visto con mi abuela hace algunos días. Yo siempre he sido un completo fracaso para abordar a mujeres que me gustan, y en este caso la situación se agravaba severamente por la barrera idiomática. Así que cuando ella se acercó a mí, me quedé helado... y me helé aún más cuando logré distinguir, entre la estridente música tecno que había comenzado a tocar el DJ, que ella me decía en un perfecto castellano: -¿Qué quieres tomar, chileno?

¿Cómo adivinó mi origen?, ¿Tanto se me nota en la cara?, pensé de forma paranoica. -¿Cómo notaste que soy chileno? -le pregunté tímidamente.

-Por tu polera -respondió ella con naturalidad. Yo también soy de Chile.

Me sentí bien ridículo: debajo del abrigo llevaba puesta una polera con una bandera chilena, que me había regalado mi mamá antes del viaje, “para que no se le olvide la patria, mijito”. Yo no soy de esas personas que se sienten orgullosas paseando con una bandera al pecho en otro país, pero igual había llevado la polera para darle en el gusto a mi madre. La casualidad de que ahora la llevara puesta se debía a que era la última que me quedaba limpia para usar durante el viaje en avión.

-¿Qué quieres tomar? -repitió ella con una voz dulce.

-Eh... no sé. ¿Qué me recomiendas?

-Lo típico, no más. Tómate una Budweiser. Es la cerveza más barata, vale sólo 5 dólares el vaso.

-¡¡5 dólares!!

-Sí. Así son las cosas aquí. Yo ya me he acostumbrado -dijo ella y le fue a pedir la Budweiser a su compañera, una barwoman de color que estaba atendiendo a un poco más allá.

-¿Viniste a trabajar a Nueva York? - la pregunté apenas volvió y me alcanzó la botella y un vaso.

-Sí, obvio. Yo en Chile estudiaba en la universidad y un día me di cuenta que no era lo que de verdad quería hacer, así que agarré mis cosas y me vine. Estuve trabajando como nanny un tiempo hasta que pasó lo de Linda Chávez y mis jefes me echaron. Después me dieron el dato de que estaban buscando una barwoman... y acá estoy. Es dura la pega, pero pagan re-bien. No puedo quejarme.

-Disculpa, pero ¿quién es Linda Chávez? - pregunté yo.

-Era un mexicana nacionalizada, que no pudo asumir como ministra de W. Bush por haber contratado a una nanny guatemalteca que estaba de ilegal... ¿Sabes lo que es una nanny, no es cierto?

-Claro, por la serie de Sony... es que últimamente he tenido mucho tiempo para ver tele -justifiqué mi frivolidad.

-Bueno, gusto de haberte conocido -se despidió ella súbitamente-, pero tengo que atender a los demás clientes y mi jefe puede venir en cualquier momento. A él no le gusta que hable mucho mientras estoy en la barra. Que te vaya bien.

Me quedé paralogizado. Sabía que, por lo menos, debía haberle preguntado su nombre. También sabía que no me iba a atrever a hablarle de nuevo, por lo que estaba condenado a que ocurriera lo de siempre: nada. Decidí alejarme de la barra e ir a tomarme la cerveza a algún rincón del local, desde donde pudiera observar tranquilo todo lo que pasara ahí adentro. Cuando ya pensaba en irme, vi a la barwoman de color frente a mi. Me miró un segundo y me pasó un papel, diciéndome “this is for you”. Yo miré el papel y advertí que era un vale gratis para otra cerveza. Se me ocurrió pensar que estaría incluido con la cerveza anterior que había comprado y que se me habría olvidado pedirlo. Pero miré el vale nuevamente y noté que tenía algo escrito a mano. Me acerqué a una luz y vi que era un correo electrónico, junto a la palabra “escríbeme”. No lo podía creer. Esa noche me fui feliz caminando de vuelta al hotel. El frío no me importó ni un poco. Apenas llegué, saludé a mi abuela, que ya dormía, y me fui derecho a ver el Canal Sony.

 

MARTIN

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